El Alzheimer del pueblo palestino
Un chiste macabro dice que la enfermedad de Alzheimer brinda un
gran beneficio: sólo permite conocer gente nueva... Pero causa el enorme
daño de borrar la propia historia. Y esto no es un chiste. La tragedia
palestina, al marginar la historia, obtura sus vías de solución. Se ha dicho
que los palestinos "no pierden la oportunidad de perder la oportunidad". Y
esto es así porque no recuerdan sus propios errores y, en consecuencia, no
advierten que pueden hallar su independencia y prosperidad a la vuelta de la
esquina.
¿Qué cosas tan importantes han olvidado? Por razones de espacio,
sólo puedo brindar una síntesis.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Palestina estaba bajo el
mandato colonial de Gran Bretaña. La comunidad judía profundizó su lucha
emancipadora porque, desde finales del siglo XIX, venía construyendo su
Estado y no aceptaba algo que no fuera la independencia. Había fundado
centenares de kibutz, escuelas, hospitales, caminos, granjas, teatros,
forestó yermos, canalizó el agua y hasta edificó Tel Aviv sobre dunas de
arena. Creó la primera universidad, la primera orquesta sinfónica y el
primer instituto científico del Medio Oriente. Tenía aparato administrativo
y Fuerzas de Defensa. Gran Bretaña, que contaba con el apoyo de la comunidad
árabe de Palestina y de la Liga Árabe que ella misma había ayudado a fundar,
elevó el problema a las Naciones Unidas con la esperanza de que condenasen
las pretensiones judías y pudiese continuar su mandato.
Se formó un comité integrado por países neutrales que recomendó
el fin del tiempo colonial británico y la partición de Palestina en dos
estados: uno árabe y otro judío. Las fronteras del Estado judío fueron
dibujadas según las poblaciones predominantemente judías y el resto fue
adjudicado al Estado árabe. Ambos se mantendrían unidos por cruces
territoriales y la complementación económica.
¿Qué pasó? Los judíos aceptaron el veredicto. Aunque no se les
hacía un regalo, porque Israel ya existía gracias al sudor de sus
habitantes, se legitimaba su anhelo de soberanía. Los árabes, en cambio,
rechazaron la oferta y proclamaron su intención de arrojar a todos los
judíos al mar. En efecto, apenas Israel proclamó su independencia, siete
ejércitos árabes violaron la decisión de las Naciones Unidas y se arrojaron
sobre el exiguo territorio. Los judíos carecían de armas: nadie se las
vendía porque consideraban imposible que pudiesen sobrevivir. El único país
que accedió a proporcionárselas fue Checoslovaquia, porque suponía que el
socialismo del flamante estado lo llevaría a la órbita soviética.
En conclusión, si la agresión árabe hubiese triunfado, no
existiría Israel. Pero la historia fue distinta. La guerra la quisieron y
forzaron los árabes, no Israel. Y perdieron. Ahí comenzó la tragedia
palestina. Por culpa de sus dirigentes. De haber actuado con sensatez, en
1947 ya hubieran tenido su estado propio.
Luego de la derrota, los países vencidos se apoderaron de lo que
quedaba de Palestina. Gaza pasó a ser administrada por Egipto y Cisjordania
fue anexada al reino de Transjordania, que cambió su nombre por Jordania. En
consecuencia, los territorios que hubieran correspondido al Estado árabe
palestino fueron devorados por esos dos países, no por Israel. Pero durante
18 años ni una sola voz egipcia, jordana o palestina reclamó convertirlos en
un Estado independiente con Jerusalén Este de capital. Jerusalén Este había
quedado en manos jordanas, pero no fue convertida en su capital ni fue a
visitarla ningún jefe de Estado árabe; era un villorrio marginal donde, eso
sí, se destruyeron las centenarias sinagogas, se arrancaron lápidas del
Monte de los Olivos para construir letrinas y se prohibió el acceso de los
judíos al Muro de las Lamentaciones.
Los palestinos perdieron otra vez la oportunidad de proclamar su
Estado en Gaza y Cisjordania. Llegó el año de 1967. Los Estados árabes,
impulsados por el entonces presidente de Egipto, Gamal Abdel Nacer,
decidieron terminar con Israel. Bloquearon el Golfo de Akaba y exigieron el
retiro de las tropas de Naciones Unidas que evitaban el encontronazo de los
enemigos. Pese a los desesperados ruegos de Israel, las Naciones Unidas se
marcharon y dejaron libre la ruta de la matanza. Pero Israel, que no tenía
vocación suicida, no esperó a que fuera demasiado tarde, a que la mano del
verdugo lo agarrase del cuello. Estalló la Guerra de los Seis Días.
La victoria israelí fue impresionante. Pero no cambió la
realidad: Israel seguía siendo un pequeño Estado en medio del océano árabe.
En consecuencia, tendió la mano a sus enemigos y ofreció negociaciones de
paz que incluían la devolución de territorios. Los líderes árabes se
reunieron en Jartum para dar su respuesta. Y la respuesta fueron los
arrogantes y famosos "tres noes": no al reconocimiento, no a las
negociaciones y no a la paz con el Estado de Israel.
Los palestinos volvieron a perder esa oportunidad. Ahora olvidan
que un halcón como Menahem Bejín, para obtener la paz con Egipto, le
reintegró generosamente hasta el último grano de arena del Sinaí. Y que
además le obsequió pozos petrolíferos, rutas, aeropuertos, los complejos
turísticos de Taba y Sharm El Sheik, desmantelando incluso la ciudad judía
de Yamit, construida entre Gaza y el Sinaí. Vale la pena recordar que quien
estuvo a cargo de la penosa tarea de sacar a los colonos israelíes de la
península fue el entonces general Ariel Sharon.
Debo obviar otros hechos para referirme a la última, magnífica y
ya olvidada oportunidad desperdiciada. Sucedió en Camp David II. El primer
ministro israelí, Ehud Barak, más pacifísta que Rabin, le ofreció a la
Autoridad Nacional Palestina todo lo que pretendía (menos la
autodestrucción, por supuesto). Arafat replicaba con un monocorde no.
Clinton le reprochó, irritado: "Basta de decir no: haga sus propias
propuestas". No las hubo. No las hubo porque hubieran conducido a la paz.
El líder Israelí volvió triste: había ofrecido sin resultado
mucho más de lo que su pueblo aceptaría. Arafat volvió alegre porque
continuaría la guerra que lo mantiene en la primera página de los diarios de
todo el mundo. Su vida de combatiente le otorga más laureles que la aburrida
administración de un país. Era obvio que pocos días después iba a lanzar la
segunda, innecesaria y criminal Intifada.
Digámoslo sin cobardía: entre la creación de un Estado palestino
pacífico y la promocionada Intifada, ¡Arafat eligió la Intifada! Si ahora no
existe un Estado palestino independiente es por voluntad de la dirigencia
palestina, no de Israel. Hay que denunciar esta verdad simple y dura. De lo
contrario, se ahondará en la estéril tragedia que enluta al Medio Oriente y
demora una solución que está al alcance de la mano.
La enfermedad de Alzheimer impide recordar que esta Intifada fue
decidida antes de Camp David, como confesó el ministro palestino de
Comunicaciones. No estalló contra Sharon, que ni siquiera era ministro, sino
contra el pacifista Barak, quien durante los cinco meses que le quedaban en
el gobierno recurrió a todas las declaraciones y negociaciones posibles,
directas e indirectas, para que cesara la violencia y continuara el proceso
de paz. No hubo caso, no hubo un solo día sin ataques palestinos y el efecto
inevitable fue el triunfo electoral del primer ministro Ariel Sharon.
Desde hace décadas, en Israel actúa el Movimiento Paz Ahora, que
dinamiza a un millón de adherentes. ¿Qué movimiento por la paz existe entre
los palestinos? No pido que reúnan 100 mil, ni 10 mil. ¡Me conformaría con
sólo mil! Pero eso no es posible porque su dirigencia ha estimulado la
pérdida de memoria y un desmesurado crecimiento del odio. Los palestinos,
después de cada nueva frustración, se dedican a matar judíos. "Habrá paz",
dijo Golda Meir, "cuando amen a sus hijos más de lo que nos odian a
nosotros". Esta también es una simple y dolorosa verdad."
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